Vivimos inmersos en un constante murmullo: las pantallas, las voces, las urgencias, los deseos. Todo parece reclamar nuestra atención, como si la quietud fuera un lujo y el silencio, una pérdida de tiempo. Pero en medio de ese ruido, se va apagando algo esencial: la capacidad de escuchar a Dios.
Qué fácil es quedar atrapados en los placeres de este mundo, en la ilusión de la inmediatez. Nos movemos de una distracción a otra, olvidando detenernos para mirar el cielo y recordar quién nos sostiene. Como hijos de Dios, somos llamados a la vigilancia del alma, a mantener despierto el corazón frente a las sombras sutiles que buscan adormecer nuestra fe.
Jesús, en su paso por la tierra, se retiraba a lugares solitarios para orar. En ese silencio encontraba fortaleza, dirección, propósito. Así también nosotros, en medio del ruido, necesitamos volver a esa quietud donde la voz divina aún susurra: “Aquí estoy”.
Las distracciones nos roban el presente; la presencia de Dios nos lo devuelve. Solo cuando aprendemos a detenernos, el alma vuelve a ver con claridad lo valioso, lo eterno, lo que realmente merece nuestra atención.






