El pasado domingo regresaba a casa desde Torrejón. Eran las seis de la tarde, y el cielo estaba cubierto de nubes que, a medida que avanzaba el atardecer, se teñían de colores tan bellos como difíciles de capturar con la cámara del móvil. Durante todo el trayecto por la M50, tuve frente a mí ese espectáculo majestuoso, y seguí hasta la A4 casi hipnotizado por la gama de tonos que se desplegaban ante mis ojos
En ese momento vino a mi mente el Salmo 19. Al llegar a casa, me senté frente al ordenador y leí ese salmo tan profundo escrito por David. Imaginé al salmista contemplando un atardecer similar, quizás en medio del campo, mientras las ovejas bajo su cuidado pastaban en paz. Mi entorno no era el mismo: coches a mi derecha y a mi izquierda, ruido y movimiento. Pero delante de mí, ese cielo espectacular me recordaba que nuestro Dios es tan grande que no hay idioma en el mundo capaz de describirlo con justicia, tal como afirma el salmo.
David, en su poema, cambia el enfoque y compara la palabra de Dios con la belleza del firmamento. Pensé entonces en lo privilegiados que somos hoy: tenemos las Escrituras en todos los formatos imaginables. Sin embargo, los afanes de esta vida nos roban el tiempo para meditar y reflexionar en lo que leemos. En nuestra cultura occidental, la contemplación no suele ser nuestro fuerte.
La palabra de Dios es más deseable que el oro, más dulce que la miel. Atesorémosla en nuestro corazón, para que de una manera natural, seamos cartas abiertas al mundo que nos rodea.
