Hace ya tiempo que nuestro país navega por las procelosas aguas del océano de las falsedades. Nadie persigue la verdad, sino cualquier beneficio que pueda obtener esgrimiendo los hilos de la mentira. Los políticos, los gobernantes y hasta los deportistas nos dan lecciones avanzadas. Mienten descaradamente y se quedan tan panchos. Se echan mutuamente en cara que sus adversarios mienten más, si cabe. Alguien ha llegado al colmo de declarar públicamente que tiene derecho a mentir, según le convenga. Pero, ¿puede alguien tener jamás derecho a engañar? ¡Menuda desfachatez!
La mentira no tiene futuro, por más que se empeñen. Su destino trágico es ser desenmascarada y castigada. La Palabra de Dios nos lo advierte. ¿Qué consecuencias acarreará el desbordamiento de este ponzoñoso río de inmundicia por toda una nación? Muchos creen que si se cambia el nombre de las cosas éstas cambiarán, pero solo pueden cambiar, como mucho, las apariencias. Lo que de esto se desprende es que desaparece la posibilidad de entendernos y aparece un abanico de engaños, estafas y mentiras. España como nación está siendo víctima de una campaña de acoso y derribo.
Se suele decir que ya no se puede confiar en nadie, ni en el gobierno, ni en los partidos políticos, ni en las instituciones democráticas: en nadie. Mal asunto es éste para un país. Ahora más que nunca necesita esta sociedad de hombres y mujeres cabales, de palabra firme, honestos, sinceros, fieles, veraces, sin doblez, transparentes, sin incertidumbre ni hipocresía. Gente que diga una cosa y cumpla lo que dice. Su palabra valdrá más que su propio peso en oro. Será en sí misma un testimonio capaz de someterse al escrutinio de cualquiera. Gente que no se deje intimidar por la vorágine de locura que amenaza con corroerlo todo, desde sus cimientos, y llevárselo por delante.
«Muchos hombres proclaman cada uno su propia bondad, pero hombre de verdad, ¿quién lo hallará?» (Proverbios 20:6).